En la sublime insensatez de lo inmediato, me refugio en gotas de sal desteñidas, mientras palpita un esclavo solitario.
La magnificencia de mi desgracia, hace parecer todo mi futuro más omnipotente de lo que es y despejo el camino del primer contacto, para al fin dejar entrar lo evidentemente necesario y tirar en el cúmulo de desechos, aquello que de verdad, ya no importa.
Busca esa suciedad de la marca del aire, porque sabe que es parte del oxígeno que lo hace vibrar, mientras me oculto tras el muro del poder del extremo, lo que produce una reacción inmediata y deseo que venga la lluvia a limpiar los pecados.
Huelo el centro con marcas de maná, que se quedaron adheridas como segunda piel de vida, que muere con los intentos de engendrar futuro; porque el muro es alto e infranqueable, echo de polvo y paja, de orgullo y silencio; de miedos a que la luna creciente dé la cara al mundo y aquella obra de arte quede olvidada en un rincón absurdo, sórdido y silente de algún cuarto enmohecido y sea carcomido por el polvo blanco, por el agua turbia, por la falta de argumentos para la conexión inmediata, por saber que se escapó de las manos la otra costilla; la mezcla de equis e y, de verdes con café, de ondas con espirales, que se retuercen, se unen, pero no se funden, por la falta de razones, por la rítmica diferente que hace que la visión sea más torcida, pero no por eso, menos conmovedora.
Ahora que me doy cuenta que no existirá alguien que quiera ojear este libro ajado, me percato que debió haber sido un error haberlo escrito, porque la lectura no es la misma que las letras, sino más nítida y concreta, pero que todos se limitan a leer entre líneas y saborear las tapas gruesas; lo leen y utilizan, largándolo luego que el texto fue recorrido completamente, después de pasar hoja por hoja, hasta gastar las letras, olvidándolo luego, en algún bote de basura.